lunes, 23 de abril de 2007

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1952: Costa del Golfo (Florida)
En todos los a–os que llevaba observando a las ‡guilas calvas, Charles Broley no hab’a visto nunca nada semejante,
de modo que lo anot— meticulosamente en su diario de cam-
po, un registro que, con el tiempo, documentar’a el declive
de esta ave en toda la costa este de Canad‡ y Estados Unidos.
Broley, de nacionalidad canadiense, se ganaba la vida traba- jando en un banco, pero trabajaba con igual intensidad en una afici—n que le apasionaba: la ornitolog’a. Mucho antes
de encontrar los nidos abandonados con los cascarones ro-
tos, ya se hab’a dado cuenta de que las ‡guilas calvas se com-
portaban de un modo extra–o.
Broley hab’a comenzado a estudiar las ‡guilas calvas de Flo- rida en 1939, por sugerencia del personal de la Sociedad Na-
cional Audubon. DespuŽs de las primeras inspecciones, pre-
sent— entusiastas informes acerca de una prospera poblaci—n
de estas ‡guilas, que anidaba con Žxito a todo lo largo de la cos-
ta oeste de la pen’nsula, desde Tampa hasta Fort Myers. A prin-
cipios de los a–os cuarenta, Broley sigui— las actividades de 125
nidos y trep— a ellos para anillar unos 150 pollos cada a–o.
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Pero de pronto, en 1947, la situaci—n cambi—. El nœmero de polluelos empez— a disminuir bruscamente y, durante los
a–os siguientes, Broley observ— comportamientos extra–os
en muchas de las parejas de ‡guilas. Ahora estaban a princi-
pios del invierno, la Žpoca en la que las ‡guilas adultas bus-
can pareja e inician el galanteo recogiendo ramitas para
construir un nido entre los dos. Pero en los lugares de anida-
miento que llevaba trece a–os visitando, dos tercios de las
aves adultas, f‡cilmente reconocibles por sus cabezas blan-
cas, parec’an indiferentes al ritual de anidamiento y no reali-
zaban ninguna actividad de galanteo. Segœn anot— Broley en
su diario, las aves no mostraban ningœn interŽs en aparear-
se. Se limitaban a ÇholgazanearÈ. ÀCu‡l era la causa de que las ‡guilas de Florida perdieran su instinto natural de emparejarse y criar polluelos? Cuando
Broley mir— a su alrededor en busca de una posible explica-
ci—n, sus ojos se posaron en las grandes urbanizaciones sur-
gidas a consecuencia del boom inmobiliario de la posgue-
rra. Las nuevas viviendas estaban invadiendo cientos de
hect‡reas de terreno costero de primera calidad, as’ que Bro-
ley atribuy— a la intrusi—n humana el declive de las ‡guilas y
su conducta aberrante. Los expertos en ‡guilas de la univer-
sidad coincidieron plenamente con este diagn—stico inicial. M‡s adelante, Broley empez— a dudar de esta explicaci—n. Continu— con su estudio y a mediados de los cincuenta esta-
ba firmemente convencido de que el 80 por ciento de las
‡guilas calvas de Florida eran estŽriles, una calamidad que dif’cilmente pod’a achacarse a las excavadoras.
Finales de los a–os cincuenta: Inglaterra
Aunque las nutrias ya no eran tan abundantes como en tiempos pasados, el tradicional deporte de la caza de la nu-
tria sigui— practic‡ndose hasta mediados de siglo, sin ape-
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nas cambios desde los tiempos en que Sir Edwin Landseer plasm— la matanza en su —leo ÇLa cacer’a de nutriasÈ, a me-
diados del siglo XIX . Los aficionados a este deporte todav’a manten’an en Gran Breta–a por lo menos trece jaur’as de
podencos peludos y de orejas largas para perseguir, y peque-
–os y feroces terriers para hacer salir a las nutrias. Y los que
hab’an aprendido de sus padres y t’os los h‡bitos de las nu-
trias todav’a sab’an d—nde buscar madrigueras. Los fines de
semana, durante la temporada de caza, exploraban las ori-
llas de los r’os, buscando entre las ra’ces enmara–adas los
huecos donde se refugian las nutrias durante el d’a. Cuando
una nutria emprend’a la huida, los toques del cuerno de caza
y los ladridos de los podencos resonaban por todo el valle, anunciando que los hombres segu’an practicando un anti- guo y sangriento deporte. Pero a finales de la dŽcada, los cazadores empezaron a te- ner dificultades para encontrar nutrias que cazar; y en algu-
nas zonas, las nutrias desaparecieron por completo, sin ra-
z—n aparente.
Aparte de los cazadores, pocas personas advirtieron que es- tos animales evasivos y predominantemente nocturnos esta-
ban desapareciendo de los r’os y arroyos donde siempre hab’an
vivido. Cuando los conservacionistas adquirieron por fin con-
ciencia del problema, casi dos dŽcadas despuŽs de que comen-
zara el declive, examinaron los registros de los cazadores en
busca de pistas que explicaran la desaparici—n de las nutrias.
Algunos sospecharon del insecticida dieldr’n, pero la causa del declive sigui— siendo un misterio hasta los a–os ochenta, cuando los cient’ficos ingleses analizaron datos
procedentes de toda Europa.
Mediados de los sesenta: Lago Michigan En la Žpoca de auge econ—mico que sigui— a la Segunda Guerra Mundial, el ansia de nuevos lujos por parte de los
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consumidores parec’a insaciable. Para los criadores de viso- nes de Michigan, los a–os cincuenta fueron tiempos verda-
deramente buenos, en los que la ola de prosperidad los lleva-
ba de Žxito en Žxito un a–o tras otro. Puede que Patricia Nixon se conformara con un abrigo Çde buen pa–o republicanoÈ, pero otras mujeres norteame-
ricanas quer’an vis—n. Pero a comienzos de los sesenta, la industria del vis—n, que se hab’a ido extendiendo en torno a los Grandes Lagos
debido a la abundancia de pescado barato, empez— a decaer,
y no porque disminuyera la demanda de vis—n sino a causa
de misteriosos problemas de reproducci—n. Los criadores
segu’an cruzando a sus visones domŽsticos como siempre hab’an hecho, pero las hembras no produc’an descendencia. Al principio, el nœmero medio de cr’as descendi— de cuatro
a dos, pero en 1967 hab’a ya muchas hembras que no par’an
nunca, y las pocas que lo hac’an perd’an a sus cr’as al poco
tiempo. En algunos casos, tambiŽn las madres mor’an. Los
œnicos criadores que se libraron de sufrir pŽrdidas devasta-
doras fueron los que alimentaban a sus visones con pescado
importado de la costa oeste. Los investigadores de la universidad del estado de Michi- gan decidieron identificar la causa, e inmediatamente se fi-
jaron en los contaminantes contenidos en el pescado de los
Grandes Lagos, acabando por achacar el fracaso reproduc-
tivo a los PCBs, una familia de sustancias qu’micas sintŽti-
cas que se usan para aislar instalaciones elŽctricas. Lo curioso es que, diez a–os antes, otros criadores de vi- sones del Medio Oeste se hab’an enfrentado tambiŽn a la
ruina debido a problemas de reproducci—n. Pero en este
caso, el declive de las poblaciones se debi— a que los visones
se alimentaban de despojos de pollos a los que se hab’a ad-
ministrado una droga sintŽtica, el dietilestilbestrol o DES,
una hormona femenina artificial que aceleraba su creci-
miento. Aunque los s’ntomas eran sorprendentemente simi-
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lares, la crisis de los visones alimentados con pescado no se pod’a achacar al DES, y la relaci—n entre los dos descalabros
sigui— constituyendo un misterio.
1970: Lago Ontario
La colonia de gaviotas argŽnteas de la isla Near presentaba un aspecto sobrecogedor, incluso para un bi—logo curtido
como Mike Gilbertson. En aquella Žpoca del a–o, las gavio-
tas deber’an haber estado ocupad’simas alimentando a su
vociferante y exigente prole, pero lo que ve’a este bi—logo del
Servicio Canadiense de Vida Silvestre era, por el contrario, una escena de devastaci—n. Al recorrer la ‡rida extensi—n arenosa donde las gaviotas criaban a sus polluelos, encontr—
por todas partes huevos sin incubar y nidos abandonados; y
tambiŽn algœn que otro polluelo muerto. Tras un apresurado recuento, Gilbertson calcul— que el ochenta por ciento de los polluelos hab’a muerto antes de
salir del huevo. Una cantidad fuera de lo normal. Al exami-
nar los polluelos muertos, observ— extra–as deformidades.
Algunos ten’an plumas de adulto en lugar de plum—n, a
otros les faltaban los ojos o ten’an las patas deformes o el
pico torcido; y tambiŽn los hab’a arrugados y marchitos, to-
dav’a con el saco vitelino acoplado, lo cual indicaba que no
hab’an podido utilizar la energ’a de Žste para desarrollarse. Algunos de los s’ntomas parec’an vagamente familiares, pero Gilbertson estaba seguro de no haberlos observado ja- m‡s en el campo. ÀD—nde hab’a o’do antes algo por el estilo?
Esta pregunta le sigui— importunando cuando termin— su
melanc—lico recorrido y regres— en lancha a su laboratorio. Pocos d’as despuŽs, lo record— de repente: el edema de los pollos, una enfermedad sobre la que hab’a le’do cuando es-
tudiaba en Inglaterra. Las mismas deformidades y fallos de
desarrollo se hab’an manifestado en la descendencia de ga-
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llinas tratadas con dioxinas en experimentos de laboratorio. Y Gilbertson pens— que si las gaviotas muertas presentaban
todos los s’ntomas del edema de los pollos, era muy proba-
ble que los Grandes Lagos estuvieran contaminados con
dioxinas. Los colegas y superiores de Gilbertson acogieron esta hi- p—tesis con un escepticismo rayano en la burla. Algunos pu-
sieron en duda su diagn—stico porque nunca se hab’a adver-
tido la presencia de dioxinas en el lago, y sus dudas
aumentaron cuando se analizaron los huevos de gaviota con
los mŽtodos entonces disponibles y no se encontr— ni rastro
de dioxinas. No obstante, Gilbertson segu’a convencido de que las aves de los Grandes Lagos presentaban s’ntomas de conta- minaci—n con dioxinas, pero no consigui— ningœn apoyo
para profundizar en su hip—tesis.
Principios de los setenta: islas del Canal, sur de California
Incluso a los expertos les resulta dif’cil distinguir al ma- cho y la hembra de la gaviota occidental. Por eso, de no ha-
ber sido por el exceso de huevos en los nidos, es posible que
nadie hubiera descubierto algo sorprendente: que las hem-
bras estaban anidando con otras hembras. En 1968, Ralph Schreiber, del Museo de Historia Natural del Condado de Los çngeles, encontr— por primera vez ni- dos con cantidades excepcionales de huevos en la isla de San Nicol‡s. Dado que las gaviotas tienen dificultades para incu-
bar m‡s de tres huevos a la vez, Schreiber sospech— de inme-
diato que en aquellos nidos deb’a estar poniendo m‡s de una
hembra.
Cuatro a–os despuŽs, George y Molly Hunt, de la univer- sidad de California en Irvine, descubrieron el mismo fen—-
meno en Santa B‡rbara, una isla m‡s peque–a, pr—xima a
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la costa. Al menos un once por ciento de los nidos de aque- lla isla conten’a cuatro o cinco huevos, pero en aquellos ni-
dos nac’an menos polluelos de lo normal. Adem‡s, los
Hunt comprobaron que muchos cascarones eran anormal-
mente finos, lo que les llev— a sospechar que la colonia de
gaviotas de Santa B‡rbara sufr’a los efectos de la exposi-
ci—n al DDT.
En un primer momento, los Hunt no pudieron confirmar que las hembras anidaran juntas; pero en posteriores estu-
dios, este equipo de marido y mujer comprob— que, efecti-
vamente, las gaviotas hembras formaban pareja con otras
hembras y constru’an aquellos nidos con huevos de m‡s. En
un art’culo publicado en 1977 en la revista Science, se plan- teaban posibles explicaciones naturales de esta conducta y suger’an que el emparejamiento homosexual podr’a consti-
tuir una adaptaci—n que confiriera alguna ventaja evolutiva. Durante las dos dŽcadas siguientes, se encontraron m‡s parejas de hembras en las poblaciones de gaviotas argŽnteas
de los Grandes Lagos, en las de gaviotas hiperb—reas del gol-
fo de Puget, y en las diezmadas poblaciones de charranes ro-
sados de la costa de Massachusetts.
A–os ochenta: Lago Apopka, Florida
A juzgar por los exuberantes pantanos que lo bordean, el lago Apopka, una de las mayores masas de agua de Florida, tendr’a que ser el para’so de los caimanes. Es comprensible que este lago ocupara uno de los primeros lugares de la lista
cuando los naturalistas estatales y federales empezaron a
buscar suministros de huevos para la multimillonaria in-
dustria estatal de los criaderos de caimanes, donde se cr’an
estos reptiles por su valiosa piel. Sin embargo, los bi—logos
descubrieron con sorpresa que a los caimanes del lago
Apopka no les sobraban huevos.
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En algunos lagos de Florida, los estudios demostraban que el noventa por ciento de los huevos que pon’an las hem-
bras de caim‡n eran viables. En cambio, en el lago Apopka,
la proporci—n de huevos que daban lugar a cr’as apenas lle-
gaba al dieciocho por ciento. Y lo que era peor: la mitad de
las cr’as nacidas languidec’an y mor’an antes de diez d’as. Lou Guillette, bi—logo de la universidad de Florida espe- cializado en la reproducci—n de los reptiles, no encontraba
explicaci—n a los s’ntomas que observaba. Parec’a bastante
probable que los problemas de los caimanes del lago guarda-
ran alguna relaci—n con un accidente ocurrido en 1980 en la
f‡brica de la empresa qu’mica Tower, situada a medio kil—-
metro de la orilla del lago. Se produjo entonces un vertido del plaguicida dicofol, que ocasion— la desaparici—n inme- diata de m‡s del noventa por ciento de la poblaci—n de cai-
manes. Pero Àpor quŽ los caimanes ten’an problemas de re-
producci—n tanto tiempo despuŽs, cuando el an‡lisis de
muestras indicaba que las aguas del lago estaban ya limpias? Cuando los investigadores se adentraron de noche en las aguas del lago para capturar caimanes y examinarlos a fon-
do, descubrieron una extra–a deformidad en muchos de los
machos: al menos el sesenta por ciento ten’a el pene anor-
malmente peque–o. Nunca se hab’a observado nada seme-
jante. ÀQuŽ clase de efecto t—xico era Žste?
1988: Europa del norte
Las primeras se–ales de la epidemia que iba a provocar la mayor mortandad de focas de la historia aparecieron en pri-
mavera en la isla de Anholt, situada en el Kattegat, el estre-
cho que separa Suecia y Dinamarca. A mediados de abril, los bi—logos que realizaban inspec- ciones rutinarias de las poblaciones de focas comenzaron a
encontrar abortos de foca comœn, arrastrados a la playa por
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la marea junto con otros despojos de las tormentas de in- vierno. Poco despuŽs, las mareas empezaron a traer tambiŽn
los cad‡veres moteados de focas adultas. Dada la elevada contaminaci—n de las aguas costeras eu- ropeas, muchos supusieron inmediatamente que los anima-
les eran v’ctimas de algœn contaminante. Pero el vir—logo y
veterinario holandŽs Albert Osterhaus se mostr— escŽptico
desde el principio. Todos los indicios apuntaban a una en-
fermedad infecciosa. A finales de mes, llegaron nuevos informes sobre focas muertas procedentes de Hessel¿, una isla m‡s peque–a e
inaccesible, situada m‡s al sur. Desde all’, la mortandad se
extendi— a gran velocidad por todas las zonas costeras del mar del Norte, afectando en junio a las focas del estrecho de Skagerrak, entre Dinamarca y Noruega; en julio, a las pobla-
ciones del fiordo de Oslo; y a principios de agosto, a las focas
comunes de la costa oriental de Inglaterra. Para septiembre,
tambiŽn en las playas de las remotas islas Orcadas, al norte
de Escocia, en la costa occidental escocesa y en el mar de Ir-
landa aparecieron cad‡veres de focas flotando a flor de agua.
En diciembre, la cantidad de focas muertas llegaba casi a
dieciocho mil, m‡s del cuarenta por ciento de la poblaci—n
total de focas del mar del Norte. Sin embargo, lo m‡s curioso era que las v’ctimas de la epi- demia presentaban diferentes s’ntomas, segœn los lugares, y
esto hizo sospechar a Osterhaus que el causante del desastre
deb’a ser un virus que inhib’a el sistema inmunitario. Con el tiempo, los investigadores encontraron indicios de que las focas muertas estaban infectadas por un virus destempera-
do (moquillo), similar pero no idŽntico al que provoca una
enfermedad letal en los perros y otros miembros de la fami-
lia canina. Por fin parec’a que los cient’ficos hab’an encontrado la explicaci—n de la espantosa mortandad, pero algunos exper-
tos en medio ambiente segu’an sin convencerse. ÀQuŽ hab’a
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hecho tan vulnerables a las focas? ÀEra pura coincidencia que la enfermedad se hubiera cobrado muchas menos v’cti-
mas en las costas poco contaminadas de Escocia?
Primeros a–os noventa: mar Mediterr‡neo
Aunque los pescadores y navegantes de aguas costeras en- cuentran a veces bancos de delfines listados que juguetean en
la estela de los barcos, estos peque–os, alegres y saltarines ce-
t‡ceos suelen pasarse la vida en alta mar, lejos de las miradas
humanas. Por esta raz—n, la terrible mortandad que afect— a
la poblaci—n del Mediterr‡neo estaba ya muy avanzada cuan- do los investigadores se dieron cuenta de que otro mam’fero marino hab’a sido atacado por alguna mort’fera epidemia.
Los primeros delfines listados muertos o moribundos empezaron a llegar a las playas de Valencia en julio de 1990,
pero como llegaban de uno en uno, nadie sospech— que pu-
diera tratarse de otra cosa que no fueran muertes naturales
aisladas. Pero a mediados de agosto, empezaron a llegar a las
playas animales muertos en cantidades significativas: no
s—lo en Valencia, sino tambiŽn en Catalu–a, Mallorca y las
dem‡s islas Baleares. La enfermedad estaba diezmando las
comunidades de delfines que viv’an en aguas profundas, a
m‡s de veinte kil—metros de la costa. Los ex‡menes f’sicos
demostraron que las v’ctimas de la epidemia padec’an co-
lapso pulmonar parcial y dificultades respiratorias, adem‡s de trastornos de movimiento y conducta. A finales de sep- tiembre, la mortalidad fue aumentando a lo largo de la costa
francesa, y tambiŽn empezaron a aparecer delfines enfermos
en las costas de Italia y Marruecos. Pero al llegar el invierno,
la epidemia perdi— fuerza y por fin se detuvo. Al verano siguiente, la enfermedad virulenta se manifes- t— de nuevo en el sur de Italia y avanz— hacia el este, llegando
a la costa occidental de las islas griegas. En la primavera de
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1993, reapareci— en las islas griegas y se extendi— hacia el este y el nordeste, dejando cada vez m‡s v’ctimas a su paso. Para cuando remiti— la epidemia, el recuento oficial de ca- d‡veres superaba los mil cien. Pero por cada v’ctima que lle-
gaba a la costa hab’a varias que desaparec’an en las profun-
didades. Una vez m‡s, el asesino result— ser un virus de la familia de los destemperados (moquillo), pero los investigadores
encontraron indicios de que la contaminaci—n desempe–a-
ba tambiŽn un papel en la matanza. Desde 1987, Alex Aguilar, especialista en biolog’a marina de la universidad de Barcelona, hab’a estado recogiendo
muestras de grasa de los delfines listados que segu’an la este- la de los barcos en aguas catalanas, dispar‡ndoles dardos es- peciales con una ballesta o un lanzaarpones. Al comparar
sus muestras con las que se tomaron de los cad‡veres arras-
trados a las playas, descubri— que las v’ctimas de la epidemia
presentaban niveles de PCBs dos o tres veces mayores que
los encontrados en delfines sanos.
1992: Copenhague, Dinamarca
Cualquier estudiante de biolog’a de ense–anza media es capaz de advertir las deformidades de los diminutos esper-
matozoides humanos al verlos nadar como renacuajos en un
microscopio. En una sola muestra puede haber algunos es- permatozoides con dos cabezas, otros con dos colas, y algu- no que otro sin cabeza. Muchos no nadan como es debido,
mostrando una inactividad total o una frenŽtica hiperacti-
vidad, en lugar de movimientos fuertes y acompasados. Con el paso de los a–os, Niels Skakkebaek, especialista en reproducci—n de la universidad de Copenhague, hab’a ob-
servado que las anormalidades de los espermatozoides iban
en aumento, mientras que su nœmero estaba decreciendo. Al
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mismo tiempo, la incidencia del c‡ncer testicular se hab’a triplicado en Dinamarca desde los a–os cuarenta a los
ochenta. Skakkebaek observ—, adem‡s, una baja densidad
de espermatozoides y cŽlulas anormales en los test’culos de
hombres que m‡s adelante desarrollaban este tipo de c‡ncer.
ÀExist’a una relaci—n entre los dos descubrimientos? Skakkebaek comenz— a revisar la literatura cient’fica, en busca de otros estudios sobre el nœmero de espermatozoides
y, sobre todo, de datos referentes a hombres que no padecie-
ran esterilidad ni otros problemas de salud. En total, entre Žl
y sus colaboradores revisaron 61 estudios, la mayor’a de Es-
tados Unidos y Europa, aunque tambiŽn los hab’a de la In-
dia, Nigeria, Hong Kong, Tailandia, Brasil, Libia, Perœ y Es- candinavia. Los investigadores quedaron asombrados por lo que des- cubrieron. Segœn los datos, la cantidad media de espermato-
zoides humanos en las muestras hab’a disminuido casi un
cincuenta por ciento entre 1938 y 1990. Al mismo tiempo, la
incidencia del c‡ncer testicular hab’a aumentado visible-
mente, no s—lo en Escandinavia sino tambiŽn en otros pa’-
ses. Adem‡s, los datos mŽdicos parec’an indicar que ciertas
anormalidades genitales, tales como el no descenso de los
test’culos o acortamiento de los conductos urinarios, esta-
ban haciŽndose m‡s frecuentes en los j—venes. Dado que los cambios en la cantidad y calidad de los es- permatozoides, as’ como el aumento de anormalidades ge-
nitales, se hab’an producido en muy poco tiempo, los inves- tigadores descartaron que se debieran a factores genŽticos. Parec’a m‡s probable que la causa fuera algœn factor am-
biental.
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A partir de los a–os cincuenta, estos extra–os y descon- certantes problemas empezaron a manifestarse en diferentes
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partes del mundo: en Florida, los Grandes Lagos y Califor- nia; en Inglaterra, Dinamarca, el Mediterr‡neo, y en todas
partes. Muchos de los inquietantes informes sobre la vida
silvestre mencionaban —rganos sexuales defectuosos y ano-
mal’as de conducta, pŽrdida de fecundidad, alta mortalidad
juvenil, e incluso la desaparici—n repentina de poblaciones
animales enteras. Con el tiempo, los alarmantes problemas
reproductivos observados en animales silvestres han afecta-
do tambiŽn a los seres humanos. Cada incidente constitu’a una clara se–al de que algo iba muy mal, pero durante a–os nadie quiso admitir que aque-
llos fen—menos inconexos estaban en realidad conectados.
A pesar de que la mayor’a de los casos parec’an tener alguna relaci—n con la contaminaci—n qu’mica, nadie ve’a el hilo que lo conectaba todo. Por fin, a finales de los a–os ochenta, una cient’fica empe- z— a reunir las piezas.
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